
El primer recuerdo que tengo de haber visto teatro en mi vida, se remonta a la década del setenta, fines de ella; yo no tenía diez años aún. La obra se llamaba “Maratón”, y mis padres nos llevaron a todos sus hijos a verla después de haberla visto ellos algunos días antes, y habiendo flasheado como pocas veces les había pasado. En la obra, de importante tono existencialista, tres tipos miembros de un contingente de maratonistas, corrían de manera constante en el mismo lugar. Y hacia el final de la obra, el escenario se llenaba de barro y los tipos terminaban embarrados de pies a cabeza. Ese detalle había impactado a mis viejos (lo comentaron en un almuerzo y cautivó mis infantiles oídos por sus sucias características), así que unos días después fuimos toda la familia a ver aquella obra. Pero yo iba para presenciar precisamente ese momento: cuando el escenario se convertía en una suerte de chiquero.