
Hubo
una vez y durante muchos años, en pleno microcentro mendocino y
sobre la calle San Martín, una ferretería muy grande, estilo
antiguo, de techos muy altos del que pendían todo tipo de
herramientas, con sus paredes abigarradas de estanterías y
mostradores largos, tipo vitrinas, donde los cajones permitían
admirar los tornillos, los destornilladores y toda herramienta que no
excediera los treinta centímetros, colocados con la pulcritud y el
recelo de una joyería.