
Hubo
una vez y durante muchos años, en pleno microcentro mendocino y
sobre la calle San Martín, una ferretería muy grande, estilo
antiguo, de techos muy altos del que pendían todo tipo de
herramientas, con sus paredes abigarradas de estanterías y
mostradores largos, tipo vitrinas, donde los cajones permitían
admirar los tornillos, los destornilladores y toda herramienta que no
excediera los treinta centímetros, colocados con la pulcritud y el
recelo de una joyería.
Todavía
hay quien recuerda, con la sensación de no haber vuelto a presenciar
jamás algo así en ningún negocio de Mendoza, el estante de los
cuchillos. Resplandecientes, de hojas filosas que eran un espejo y
empuñaduras de todos los tipos labradas en madera o forradas en
cuero, separados unos de otros como finas joyas de colección.
Aquella ferretería era la excusa perfecta de todo hombre que “iba
para el centro”. Y también el paraíso del trabajador agrario, ya
que uno de sus fuertes era el amplísimo stock de herramientas y
maquinaria de este rubro.
Sé
que me quedo corto. Y que se me escapan detalles exquisitos de su
arquitectura. Porque tengo que confesar que si entré alguna vez a
ella, debe haber sido acompañando a alguien; para la época de la
que hablo (yo cito mediados de los ’80; esta casa se fundó en
1885), yo entraba en disquerías, librerías, zapatillerías o alguna
que otra casa de ropa. Ahí se circunscribían mis placeres e
intereses cuando caminaba el centro. O alguna heladería. Las
ferreterías no estaban en mi ruta.
Pero
lo que tenía ésta en particular para aquellos que no estábamos
interesados en su específica y variada mercadería, era su vidriera.
Porque, probablemente producto de la estrecha relación que se generó
entre la gente del agro y la misma empresa, la vidriera pasó a ser
un gran muestrario de aquellas rarezas, esos fenómenos naturales que
el campo entregaba
muy de vez en cuando entre tantas toneladas y que bien valía la pena
mostrar. Entonces se exhibían verduras, frutas y hortalizas de
tamaños superlativos que rozaban el absurdo. Zapallos gigantescos,
coliflores monumentales y zanahorias escandalosas que provocaban las
reflexiones más diversas. Estaban ahí nomás, en la vidriera que
daba a la vereda, no podías no verlas. Por más apurado que fueras,
si era la primera vez que la advertías, clavabas la frenada en la
baldosa y te quedabas mirándola un rato, para terminar leyendo el
cartelito que a sus pies señalaba: Zapallo calabaza - 33ks 850
gs. - Productor: Juan Pérez - Luján de Cuyo.
En
una oportunidad, mi padre, en un café entre amigos escuchó
sentenciar con ironía: “A los productores, lo único que les
importa es cosechar la papa más grande o el zapallo más descomunal,
sólo por estar en la vidriera de la Ferretería Alsina”.
La
Ferretería Alsina estuvo algunos años más en ese lugar y luego se
mudó a uno más modesto, a menos de 100 metros y por calle
Catamarca, donde todavía trabaja. Aquel viejo local sobre calle San
Martín siguió llamándoselo en la intimidad citadina y durante
muchos años más, casi como un punto de referencia irrefutable,
“Ferretería Alsina”, aún cuando pasó a ser una librería
fabulosa, negocio de otra familia mendocina que conocía
históricamente este rubro comercial.
La
librería “Y…” de Jorge Salgado. No recuerdo haber
conocido librería más imponente en toda la historia de Mendoza,
aunque acepto correcciones. Pero era una gran y colorida biblioteca,
amurallada de libros y custodiada celosamente por un importante grupo
de felinos de todos los pelajes que correteaban y descansaban entre
las obras. Si los gatos te lo permitían, podías quedarte horas
escudriñando aquellos estantes atiborrados de aventuras, historia,
biografías, autoayuda y todo lo que podía existir en el mercado
editorial. Mi biblioteca personal todavía sostiene libros comprados
en “Y…”. Uno de ellos aún conserva el calco amarillo de la
librería, con la silueta de Macedonio Fernández. Debajo se lee: AV.
SAN MARTÍN 1252 – TEL. 252822 – MZA.
La
librería “Y…” era parte de una cadena de cuatro librerías
locales que se diseminaban por el centro. Sus dueños, los hermanos Jorge y Carlos
Salgado, confesos admiradores del escritor Julio Cortázar, habían
bautizado a sus cuatro casas con el nombre de un libro de este autor
(Historias de Cronopios y Famas) partido en cuatro. Una casa
se llamaba “Historias de…” y estaba también por San Martín, a
metros de la Peatonal. Otra se llamaba “Cronopios” y estaba en la
calle Rivadavia. La librería “Y…” en lo que fuera la vieja
Ferretería Alsina, y “Famas” sobre calle Espejo, casi 9 de
Julio. Una auténtica rayuela en el mapa del microcentro mendocino.
Hoy,
en el mismo lugar que supieron ocupar la Ferretería “Alsina” y
la Librería “Y…”, reside una de las sucursales de Garbarino.
Dicen que si pasás en horas de la madrugada y mirás para adentro, pueden verse dos espíritus en el
fondo del local. Uno es un productor agropecuario. El otro, un escritor muy
famoso. Están jugando a la rayuela. El que gana (es
decir, el primero en llegar al Cielo), va al estante de los
cuchillos, elige el que más le gusta, lo saca y se lo entrega a su
oponente. El que pierde (el último en llegar) se acerca a la
vidriera cuchillo en mano, corta una lonja de una sandía monumental
y antes de ofrecerle la mejor parte a su contrincante, tiene la
obligación, como buen perdedor, de sacarle las semillas.
Hubo
una vez, en Mendoza, calabazas y rayuelas. Estaban ahí, a la vista
de todos nosotros, seres anónimos que pateábamos las calles de esta
ciudad, como extras de un cuento del que nunca éramos protagonistas.
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