martes, 1 de diciembre de 2009

He visto "Lenny" (Oda al cine, al stand-up... y a Internet)

He visto mucho cine en mi vida. Recuerdo haber visto a los ocho años “La guerra de las galaxias”, y jamás olvidaré lo que fue ver por primera vez a Darth Vader en pantalla, en ese pasillo, viniéndose a cámara rodeado de aquellos guardias blancos; jamás olvidaré la primera vez que oí su respiración. Ni la imagen de su puño cerrándose sobre la nada, ni a su súbdito, a dos metros de distancia de él, llevándose las manos al cuello y quedándose sin aire. Jamás olvidaré el primer vuelo del Halcón Milenario.
A esa edad, decidí que, de grande, iba a ser astronauta.

Recuerdo haber visto “E.T” a mis trece. Eran las épocas del cine del centro, la época de los complementos. No recuerdo -tampoco importa demasiado- qué daban con “E.T.”, pero sí sé que entré a la primera función, pasadas las 2 de la tarde, y salí cerca de las 12 de la noche. La vi tres veces en un día, alternando con el hoy olvidado complemento. Al llegar a la noche a casa, encontré a mis viejos con una mezcla de desesperación y bronca que mi ingenua mente de niño no alcanzaba a comprender. Yo no sabía qué había hecho de malo, si jamás les había mentido: siempre había estado en el cine. Pero ellos estaban a punto de llamar a la policía, porque su hijo, el segundo, había desaparecido desde horas de la siesta diciendo que “iba al cine”. Esa noche, después de la paliza verbal, les conté algo de la película a mis hermanos menores.

Al día siguiente, y después de tanta súplica de mis hermanos, mis padres me dieron plata para volver al cine con ellos, a ver “E.T”. Si yo tenía 13, entonces mi hermana tenía 11 y mi hermano menor, 8. Y otra vez, nos quedamos a ver las tres funciones. Vi “E.T.” seis veces en dos días. Cuando volvimos a casa cerca de la una de la mañana, me encontré con la misma situación del día anterior elevada al cubo, porque los desaparecidos ahora éramos tres. Yo no entendía cuál era el enojo, si ya había dado claras señales veinticuatro horas antes de que era un inconciente. Entonces mi viejo me recontra cagó a pedos con gritos humillantes y me prohibió volver a verla en 2 años. Pero confieso que me afectó poco: ya la había visto, ya había llorado las seis veces que el extraterrestre se había muerto, resucitado y partido a su planeta. Podía resistir dos años sin él. Ahora, mis deseos eran otros. Ahora quería andar en bicicleta con mis amigos del barrio, como Elliot y sus amigos.

A esa edad quise ser escritor. Y comencé a escribir una novela: “La torre de cristal”, la historia de un pibe que conocía a un ser del espacio exterior. Llegué a la página dos, nada más, cuando advertí a qué me hacía acordar y decidí abortar.

Recuerdo, un par de años más tarde, haber visto “Los cazadores del arca perdida”, y haberme comido el flash de que Indiana Jones no era otro que… ¡Han Solo! Tan fuerte fue el impacto de ver al capitán de “La guerra de las galaxias” venido a arqueólogo en plena Segunda Guerra, que esa misma noche mi madre tuvo que explicarme que se trataba de un actor y desarrollarme el concepto con ejemplos como “¿Viste que tu padre y yo te hemos hablado de Robert De Niro? Bueno, a él lo vimos en ‘El Padrino 2’ y en ‘Taxi Driver’… porque es un ACTOR. Y es muy común que a un actor lo llamen para hacer varias películas. Es lo más común, te diría”, y cosas así. Yo ya era un boludo grande, promediaba los 15, pero nunca me caractericé por usar mucho el sentido común. Y en aquellas épocas, el poco sentido común que tenía, cuando iba al cine lo dejaba en la puerta, al lado de la bici.

A esa edad se me planteó una disyuntiva: si ser arqueólogo o ser actor.

Poco tiempo después, recuerdo haber entrado al trasnoche del Cine City, ahí en la Galería Tonsa, con compañeros del secundario una noche de sábado, porque no había ningún plan interesante en la aburrida Mendoza, a ver una futurista, que era lo único que había en cartel en toda la ciudad como para complacer el gusto grupal. Recuerdo haber entrado al cine como si entrara a ver una de Chuck Norris: por complacer más a mis amigos que a mí. No daba un mango por el programa elegido. Y cuando apareció ese tipo que venía del futuro a matar a la madre del que habrá de salvar a la raza humana el día de mañana, recuerdo haber salido del cine extasiado, maravillado, convencido de que la humanidad todavía tenía una esperanza mientras las salas de cine exhibieran películas como “Terminator" para renovarnos la fe, el amor y el deseo de vivir.

Entonces dije: “voy a hacer películas”.

Empecé a enroscarme con la realización cinematográfica a mis 18 años. Antes de salir del colegio, intenté mi primer corto, que nunca terminé. En esa misma época tuve una intensa etapa de espectador de cine arte. Recuerdo haberme enamorado a esa edad con una película rusa llamada “Moscú no cree en lágrimas”, o de haberme dejado cautivar por la letanía trágica de “Mefisto”, de Itsván Szabó. Pero sería un romance efímero. Las historias ágiles, entretenidas, intrigantes, emocionantes y hasta desopilantes que Hollywood me ofrecía, terminaron por cautivarme de manera indeclinable. Soy muy superficial.

Estudié cine dos años, y nunca dejé de ir al cine… hasta el 2002, año en que me instalé en San Luis por trabajo. Ahí dejé de ir. Me ganaron la pereza y el video. Los estrenos más esperados fueron pasando por las salas de los cines, y yo fui testigo, sin lamentarlo, de cómo salían de cartel para ir a parar a las estanterías del Blockbuster. Alquilé muchas de ellas, pero otras tantas fueron acumulándose en una lista imaginaria con la que algún día, vaya a saber cuándo, saldaría las deudas. Lo que me martirizaba, dada la discriminadora actitud tanto de AVH como de Gativideo, era saber que muchas películas jamás podría volver a verlas. Y que algunos films de culto de antaño se convertirían en una suerte de parientes lejanos de los que más de una vez escuchamos hablar maravillas, y a quienes nos hubiera encantado conocer, pero que murieron mucho antes de que uno naciera.

A esa edad decidí ser, creo saber por qué, comediante de stand-up. Como Steve Martin, Jim Carrey, Jerry Seinfeld o Robin Williams… antes de que se dedicaran a hacer cine o televisión.

Y cuando me enrosqué en esta profesión, la de subir solo a un escenario nada más que con un micrófono, supe de la existencia de uno de esos films de culto, uno de esos parientes fallecidos hace años, al que, parecía, la vida me había privado de conocer. La película “Lenny", de Bob Fosse, director de “All That Jazz”. Una biopic de Lenny Bruce, comediante yanqui de stand-up que supo revolucionar el género allá por los ’60 con una mirada corrosiva, inteligente, combativa y sin represiones. Un artista impactante. Uno de los primeros comediantes sin reservas, que se animó a hablar de sexo, política y religión como nadie lo había hecho en esa sociedad pacata, y que por eso tuvo que comerse varias horas en las comisarías de Los Ángeles. Llevado a la pantalla por un director como Bob Fosse, ícono del cine de los ’70; tal vez, la época más brillante de Hollywood. Filmada en exquisito blanco y negro para un personaje que no podría haber sido retratado en colores, e interpretado por un jovencísimo Dustin Hoffman en su mejor momento. “Lenny”. Algo así como el Viejo Testamento de todo “comediante de stand-up/amante del cine” que se digne de ostentar el doble galardón.

Pensé que jamás lo lograría, porque Internet me mezquinó la posibilidad de verla varias veces. Hace poco pude bajarla. Hace poco pude resucitar a este viejo pariente. Ahora puedo decirles que he visto “Lenny”, amigos. Y desde la noche en que la vi, todo se aclaró un poco más. Entendí por qué amo el stand-up. Entendí que aún me queda mucho por descubrir en él. Entendí por qué la vida me ha dado la posibilidad de ejercerlo con orgullo. Y eso me da mucha calma.

La calma necesaria como para pensar, sin mayores urgencias y con todo el tiempo del mundo, en qué me gustaría ser cuando sea grande.


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