lunes, 14 de abril de 2014

Algún día

En el año 2006, a propósito del 250º aniversario del nacimiento de Mozart, la Asociación YAGE de Austria realizó un concurso de cuentos para escritores de todas las lenguas en homenaje a su más distinguido músico. El tema, lo confieso, siempre me apasionó. Soy de esa generación que vio "Amadeus" en el cine y cosas así te marcan para toda la vida. Además, la Pequeña Música Nocturna es parte de la Banda de Sonido de Mi Vida. Así que decidí participar. Buscando qué contar, recordé una vieja historia que había escuchado una vez. La anécdota del único encuentro entre la joven promesa Ludwig Van Beethoven y el maestro consagrado Wolgang Amadeus Mozart. La busqué en internet y di con apenas unas pocas versiones, todas idénticas, todas sumamente escuetas. Decidí entonces hacer una reconstrucción de aquella anécdota con todo su entorno histórico, pero desde la óptica de Beethoven, algunos años más tarde, cuando ya es más famoso que Mozart, y también cuando el músico austríaco ya ha muerto.  
Nunca ganó nada, ni siquiera una mención. Estoy esperando el aniversario de Salieri. Ahí, perder tiene sentido. 
Mientras tanto, aquí les dejo el cuento "Algún día".




            Algún día de 1792, en una de las nevadas tardes que embellecían, y a su vez, que castigaban a la ciudad de Viena, un reservado muchacho se encontró recorriendo, por designio de su propio espíritu más que del destino mismo, el viejo empedrado de la calle Domgasse cuesta abajo. Era una tarde tan fría que nadie se atrevía a asomar sus narices. Apenas unos pocos mercaderes, los más necesitados, se habían animado a desafiar al tiempo desplegando sus paños y exponiendo los artículos a lo largo de la calle, sin mucho éxito. Ninguno de ellos advertía -lo ignoraban, porque de él sólo se conocía su nombre y su música, pero no su rostro-, que ese individuo de gesto severo que caminaba solo por la calle Domgasse a esa hora de la tarde con el sombrero y los hombros blancos por la copiosa nieve, era el popular compositor alemán Ludwig Van Beethoven. Y él, sin mostrar interés en ninguna de las ofertas que a esta hora de la tarde se han incrementado, no detiene su camino.
            Tiene veintidos años en este cruel invierno de fin de siglo. Por segunda vez en su vida, el compositor alemán está pisando suelo vienés. El Príncipe Elector de Colonia le ha otorgado la posibilidad, una vez más, de estudiar música en la capital de Austria, bajo la supervisión del mismísimo Joseph Haydn. Es la segunda vez que ha viajado a Viena para estudiar música, y no piensa desaprovechar esta oportunidad. Ahora ha venido a quedarse, y tal vez, para siempre.
            Su vez inicial sucedió cinco años atrás. Cuando pisó por vez primera el mismo empedrado de la calle que hoy anda, Ludwig era un mozalbete desgreñado de apenas dieciséis. Aunque, en ese entonces, no venía solo. Un miembro de la corte lo acompañaba. Fue una mañana con sol; era primavera. El joven músico había dejado atrás a su patria para estudiar en Viena, la capital de la música instrumental -Italia era la capital de la ópera, pero no estaba en sus planes-, y ahora, en compañía de un funcionario de la corte que habría de encargarse de la formalidad del acto, iba a ser presentado ante quien sería su maestro. Tenía el espíritu de un adolescente adulto, caprichoso y obstinado. Quería sobresalir en su disciplina, y había viajado para estudiar con quien, se decía entonces, era el gran músico del momento. Pero como el destino quiso que la salud de su madre empeorara, unas semanas más tarde debió interrumpir la experiencia y regresar de inmediato a Alemania. Corría el año 1787.
            Cinco años pasaron. Recién en 1792, Beethoven volvía a caminar la misma calle Domgasse, como en aquella primavera. Aunque ahora nieva, y nadie lo acompaña en su marcha. Lo hace solo, sin vacilar, entregado al ritmo seguro y constante de los tacones de sus zapatos, y al suave compás de sus evocaciones inaugurales en Viena.

            En el número cinco de la calle Domgasse, el funcionario había dicho “Aquí es”, y sin dudarlo más, golpeó a la puerta. En minutos, una jocosa criada entreabrió la portezuela, pero reprimió de inmediato su alegría al ver al circunspecto miembro de la corte bajo el sol de la mañana. El funcionario hizo una leve reverencia que imitó su joven acompañante, y le comunicó a la mujer que el dueño de casa los esperaba. La criada abrió un poco más la puerta y una melodía que provenía del interior de la casa ganó la calle. El funcionario pareció no advertirla; el joven Ludwig jamás la olvidaría. Era una melodía divertida, emanada de un piano. Tan divertida era, que rozaba lo inmoral. Intentó imaginar al autor de esta pieza, pero su espíritu decoroso no se atrevió a arriesgar más que un par de graciosas manos deslizándose sobre las teclas de un piano, saltando de una octava a otra. La criada interrumpió la fantasía de Ludwig cuando, haciendo un gesto con su mano, los invitó a pasar. Una vez dentro, pidió a los hombres escoltarla. “El señor está con visitas en este momento”, informó mientras subían las escaleras a la primera planta.

            A medida que Beethoven camina bajo la nieve, la melodía de aquel piano empieza a recrearse en su mente tal como hace cinco años atrás la percibiera mientras caminaba por la galería de la casa, detrás del funcionario y la criada. Era una sonata.

            Cuando la mujer se detuvo frente a la puerta que comunicaba al salón principal, toda la casa estaba desbordada por la música que provenía del recinto mismo. La criada levantó su puño cerrado y flexionó su muñeca hacia atrás, dispuesta a golpear. Pero detuvo su anatomía postergando el llamado, y cerró sus ojos. Y quedó así, de espaldas a los recién llegados, con su puño presto, ciega e inmóvil durante un par de minutos. El funcionario frunció el ceño impaciente, pero, entendiendo que la mujer estaba decidida a no interrumpir la interpretación, se llamó a silencio. En su prolongado sosiego, tuvo una ocurrencia que le robó una sonrisa. Miró hacia atrás y, como si quisiera compartirla, buscó la complicidad del pequeño Ludwig. Pero descubrió que éste también tenía los ojos cerrados.
            Porque el joven músico, cautivado por el vigor de la melodía, había retomado su fábula. Y como las fantasías tienden a propagarse sin límites, traicionando no pocas veces las fronteras del espíritu mismo, entonces, Ludwig imaginó primero las manos sobre el teclado; luego, el sonriente rostro del pianista; después, tres doncellas: una rubia como el maíz, otra de cabellos oscuros como la noche, y una mujer de melena roja como la sangre misma. Las tres estaban desnudas, rodeándolo, trepadas al cuerpo del músico, abrazándolo de tal manera que todas tenían cada una de sus extremidades en contacto directo con la piel de él. Habían roto las ropas del hombre, haciendo pequeños agujeros en las telas de su camisa y su pantalón para acomodar sus brazos y piernas de manera tal que todas las epidermis estuvieran a una misma temperatura. Y como si el contenido neto de aquellas mujeres fuera sólo piel, piel de adentro hacia afuera, piel caliente y suave en lugar de órganos vitales, y cartílagos en lugar de huesos que provocaban sutilísimos mohines -gestos de una feminidad jamás antes vista por Ludwig-, entonces, como si estuvieran constituidas por esa blanda consistencia, las tres mujeres parecían flotar. Porque el músico seguía tocando el piano como si no cargara esas mujeres sobre él, como si ni siquiera llevara ropa. Sus manos continuaban desplazándose sobre el teclado con absoluta naturalidad, sin agobio, yendo y viniendo en busca del desenlace de aquella sonata, muy cerca de su fin, mientras las mujeres acariciaban cada centímetro de su cuerpo besando su cuello, lamiendo su rostro y musitando palabras inútiles al oído con el sólo propósito de mordisquearle la oreja. 
            El final fue tan estrepitoso, que el pequeño Ludwig imaginó a las cuatro figuras, el músico y sus tres doncellas, derribándose sobre el piano. El silencio duró menos de un segundo, el preciso tiempo que le bastó a la criada para reanimar su organismo de inmediato y dar tres golpes secos y cortos a la puerta del salón. Ludwig abrió los ojos, y desde adentro del recinto, un grupo de personas estalló en aplausos. El funcionario enderezó su espalda y estiró su chaqueta; la criada pasó la palma de su mano izquierda por el pañuelo que cubría parcialmente su cabeza. Del otro lado de la puerta, confundidos entre los aplausos, unos pasos se aproximaron con ligereza. Entonces la puerta se abrió y Ludwig, que estaba escondido detrás de la criada, tuvo que inclinar su torso para poder ver, por primera vez en su vida, a Wolfgang Amadeus Mozart en persona.
            “Disculpe usted, mi señor” dijo la criada, y Mozart, que a sus treinta y un años sabía distinguir las urgencias de la corte, practicó una leve reverencia inmediatamente correspondida. “El caballero -dijo la mujer señalando al paciente funcionario- ha estado aguardándolo”. El funcionario se adelantó un paso y extendió una nota lacrada a Mozart. “Señor Mozart, el mismo Príncipe Elector de Colonia ha solicitado entregar esta carta en vuestras manos”. Mozart rompió el lacre, desplegó el papel, y en profundo silencio se tomó algo más de un minuto para leer la epístola ante la cavilación de Ludwig y la prudencia del funcionario; la criada, por su parte, ya había regresado a sus tareas. Una vez terminada la lectura, Mozart levantó la vista y observó al muchacho. “Muy bien”, aprobó, “Bienvenido a Viena”. El joven Ludwig respondió con una leve reverencia. Entonces Mozart se dirigió al funcionario con estas palabras: “¿Sería inapropiado pedir que me conceda usted unos minutos de vuestra preciosa mañana?”

            La nieve ha mermado sobre la ciudad. Apenas algunos copos, los más débiles, siguen cayendo. Pero ya no quedan mercaderes ni carruajes, y la tarde ha dado lugar a la noche.
            El último tramo de la calle Domgasse no registra más movimiento que el que, por mera gravedad, ejerce la nevisca en el paisaje. Y podría decirse que el paisaje es exactamente el mismo de siempre, con su callejuela desierta, sus solitarias farolas y su elegante arquitectura, si no fuera por la sombra humana que, parada en el medio de la vía, quieta, espectral y acechante, altera la geografía habitual. Si algún vecino se asomara por la ventana de su casa y la viese, jamás pensaría que dicha figura es la del mismísimo Ludwig Van Beethoven; y de advertirlo, de ningún modo se le ocurriría sospechar que Beethoven está dudando. Porque ha detenido su decidida marcha, titubeante. Le parece una verdadera tontería haber llegado hasta allí, a la casa de Wolfgang Amadeus Mozart, un año más tarde de su muerte. Ni siquiera esa vivienda de la primera planta le pertenece a su familia hoy. Es absurdo. ¿Por qué sus pies lo han traído hasta aquí? ¿Qué ha venido a buscar? ¿Consuelo? No necesita consolarse por nada. El consuelo es para aquellos que no viven en paz, y él tiene el alma tranquila. ¿Venganza, entonces? Imposible. No es cristiano vengarse de nadie; y menos cristiano aún, es odiar a alguien que ha dejado de existir. Y en caso de que aún viviera, ¿cómo se puede odiar a alguien que sólo cometió el error de haber sido un genio? Es decir, ¿cómo se puede condenar a una persona por la misma razón que el resto de la humanidad la venera? No, no es odio. A sus veintidós años, Beethoven bien sabe que no tiene razones para odiar a Mozart, porque éste no tuvo culpa de nada. Si su propio padre, el tristemente célebre Johann Beethoven lo hostigó hasta el hartazgo con estas humillantes palabras: “Algún día... algún día serás como Mozart!”... pues nada tenía que ver el músico salzburgués en eso.
            ¿Gratitud, tal vez? ¿Qué tiene que agradecer? ¿Su música? Tal vez. Pero Mozart no había sido el único, ni tampoco el mejor, a su gusto. ¿Qué tiene que agradecer justo allí? ¿Acaso aquellas palabras que Mozart exclamara de manera profética cinco años atrás?

            “Sólo serán unos minutos”, dijo Mozart al funcionario. Luego posó su mano sobre el hombro de Ludwig, y mientras entraban al luminoso salón que en nada se parecía al lúgubre ámbito de la fantasía del joven, Mozart requirió: “Improvisa algo”.
            El pequeño Ludwig se sentó al instrumento, frente a un grupo de invitados que no superaba la decena. Mozart se ubicó en la primera fila, y un poco más atrás, el funcionario.
            Primero hubo un murmullo general, y alguna risita suspicaz. Pero en segundos, ganó un profundo y expectante silencio.
            Cuando el joven Ludwig concluyó su improvisación, un caluroso aplauso se apoderó del salón. Mozart se puso de pie y, sonriendo, se acercó al joven. “Ludwig Van Beethoven”, clamó. Entonces dio media vuelta y anunció al reducido auditorio: “Recuerden este nombre. Algún día... algún día hará ruido en el mundo”.

            Beethoven está de pie frente al número cinco de la calle Domgasse. Con su mano derecha enguantada, el músico extrae de un bolsillo de su abrigo, su diario personal. Un rosario de marfil rodea la contextura del cuaderno, envolviéndolo. El músico advierte que el crucifijo ha sido insertado entre dos de sus páginas de manera intencional, como acostumbra hacerlo su más íntimo amigo, el conde Walstein, para indicar que le ha dejado un mensaje. Beethoven abre el diario en la página que aquél escribiera la noche antes de que el músico partiese a Viena y, con la poca luz que emana de una farola cercana, alcanza a leer: “Recibirás el espíritu de Mozart, de manos de Haydn”.
            Beethoven cierra el cuaderno antes de que algún copo de nieve transgreda la tinta del escrito, lo guarda entre sus ropas y, con el rosario entre sus manos, se quita el sombrero. Lentamente, deja caer su cabeza hacia adelante y cierra los ojos. Y en la quietud de la noche, inmóvil frente a la misma casa donde a sus diecisiete años conociera a Wolfgang Amadeus Mozart en persona, musita unas palabras inaudibles. Lo hará durante unos breves minutos, en el medio de la calle Domgasse, solo, sin más testigos que la noche. Después, hace la señal de la cruz besando el crucifijo.
            Y guardará el rosario, se colocará el sombrero y emprenderá el regreso por la calle Domgasse, ahora cuesta arriba, solo, sin otra compañía que la de su Dios, y nadie, nunca jamás, sabrá nada acerca de este íntimo suceso, de esta sutil reconciliación personal, de esta secreta despedida. Apenas algunas crónicas de la época, que por su intrascendencia histórica habrán de desaparecer con el correr de los tiempos, se limitarán entonces a testimoniar que sí: en el invierno de 1792, la espléndida, la majestuosa ciudad de Viena estuvo inmersa bajo una persistente nevada... algún día. 




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